jueves, 22 de abril de 2010

¡Oh, qué bella que es Leticia!



Madre, si la hubiera visto aquella tarde de primavera. Distinguida, tomando una birra del pico, sentada con su delicado cuerpo en el cordón de la vereda, con la vagancia alrededor contemplándola. Oh madre, si hubiera apreciado ese tatuaje del Indio Solari que ilumina su delicado cuello de cisne ¡Qué difícil se me hace transmitir tanta sutileza! ¿Serán sus dientes? ¿Serán sus únicos dos dientes? ¿Será su cabello dorado tirando a color savora? ¿Serán sus cejas invisibles? A lo mejor es mucho más que todo eso. Leticia tiene una grandeza interior. Ese interior que muchas guachas atrevidas intentaron conocerlo pinchándola, mandándole fruta. ¡Tiene que ver a Leticia, Madre! Es como si fuese una niña. En sus enérgicos veintitantos años conserva la frescura infantil. Quizás ayude que todavía no haya completado sus estudios primarios. ¿Cómo olvidar aquellas primera palabras hacia mi persona? “Me convida un cigarro, amigo”, fue el puntapié inicial para producir en mí una catarata de emociones. ¡Ya imagino lo bien que se llevarían, madre! La imagino a Leticia acompañándole en las tareas culinarias o paseando juntas mientras hacen unos estéreos. ¡Ustedes, mujeres, me hacen muy feliz! Dichoso quien pudiese estar en vuestra compañía. ¡Yo soy el dichoso y ustedes la dicha! Si el cobani que persigue a la bella Leticia no la atrapa, me gustaría compartir un encuentro mágico entre los tres y así poder hacer perfectas nuestras vidas. ¡Salud madre, nos vemos pronto!